El
forastero.
I
Subrepticiamente
atraviesa el claro de luna. El viento sopla con una fuerza inusitada. Se
esconde y observa. A cien metros los carabineros, envueltos en su capote, se resguardan
del frío, encerrados en la garita. Lejos las luces del pueblo parecen dormir en
la soledad del silencio. Fanales de hojalata prendidos en las calles de la niñez. Ladra un perro, tan extraviado como él. Dispara al aire y huye. Les dirá que no hubo suerte.
II
El mar
huele a tristeza. A tristeza oscura y profunda. Monótona el agua choca contra
la quilla, a intervalos de un segundo; chaf, chaf, chaf. La noche es seca y fría
como su desamparo. Cientos de estrellas iluminan el vacío de la ausencia. A penas
cuatro peces y el largo y extraño camino que le lleva a casa. “Desde que tú te
fuiste soy un extraño”. Entra a puerto, cruzando el cementerio. “Tú y yo tan
distantes”. La noche es como un peso, de la vida, les separa la muerte.
III
Vino de
lejos. De otra ciudad. Llegó en el último tren. Hablaba una lengua extraña. Se
alojó en el hotel. No habló con nadie ni tampoco nadie habló con él. El
extranjero era alto y delgado y tenía el cabello blanco y liso. El viento lo
despeinaba. Quizás buscaba algo. El lugar y la hora. Los tambores de la muerte
sonaron entrada la noche. El viento del norte golpeó con fuerza. El forastero
se ahorcó, en un árbol, justo al lado del cementerio. Nadie preguntó por él. Lo
enterraron sin nombre al lado de los olvidados. Alguien comentó que se parecía
a Vittorio Gassman.
IV
Se asustó y
pisó a fondo el acelerador. Los guardias sorprendidos se hicieron a un lado.
Pensó que lo peor había pasado. El corazón en un puño siguió su ritmo
desbocado. Nada era como lo había pensado. Intentó calmar su angustia. Cuatro kilómetros. Dos minutos cuarenta y siete segundos. Las ráfagas eran como
destellos de un fuego espurio. Centellas en la noche. No hubo más. El coche
chocó con el árbol. El alma del conductor se dio a la fuga.
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