El miércoles de ceniza en la cuaresma: la presencia de la muerte en la vida.
El
miércoles de ceniza es el primer día de la Cuaresma, en los calendarios litúrgicos católico,
protestante y anglicano. Se celebra cuarenta días antes de la Semana Santa, es decir, del
Domingo de Ramos. La ceniza es obtenida de los ramos que se han incinerado, del
Domingo de Ramos, del año anterior. Este día puede acontecer en fechas
distintas, comprendidas entre el cuatro de febrero y el diez de marzo.
El
miércoles de ceniza es día de ayuno y abstinencia para los católicos, al igual
que el Viernes Santo; es en este día cuando se realiza la imposición de las
cenizas en la frente de los fieles que asisten a misa. Representan el signo de la caducidad del ser
humano. El sacerdote recita la frase del Génesis, 3,19: “Acuérdate que eres
polvo y al polvo has de volver.”
La
Cuaresma
dura cuarenta días, en los cuáles
empieza una reflexión sobre el pecado, la penitencia y el perdón. Es un
tiempo de meditación y recogimiento. El color litúrgico es el morado, asociado
al duelo. Es la preparación para la pasión y la resurrección de Jesús y la
celebración de la Pascua.
La
Pascua
tiene una gran importancia en el calendario agrícola y el tiempo de renovación
de la tierra. Para calcular su celebración se toman en cuenta el sol y la luna,
Palabras básicas:
meditación y recogimiento y contemplación de la muerte
La
muerte es una condición inexorable en la existencia de cualquier ser vivo. Esta
condición, en la consciencia de lo humano, debería de llevarnos a pensar en
ella; pero este pensamiento, al contrario de la idea que se ha instalado en
nuestra cultura, no debe de comportar una visión triste y pesimista de la vida,
ni tan siquiera debe de interpretarse como la cara amarga de una tragedia
inexorable. La presencia de la muerte en el ser humano le sirve para discernir
lo que de bueno e importante hay en su vida; en definitiva a distinguir entre
lo que es banal y lo que es importante y transcendente.
Si
trasladamos esta idea al concepto de salud, observaremos que, a pesar que a
nivel teórico, “la salud lo es todo”, en realidad, sólo consideramos este todo,
cuando no es nada; es decir cuando se ha perdido, cuando no la poseemos. Nos
proyectamos en el bien sólo cuando hemos de afrontar el mal. Muchos de los
programas de prevención que se ponen en marcha, jamás consideran esta premisa
tan obvia; ello los condena de antemano al fracaso.
Y
sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos realizados para alejar la muerte de
nuestra vida, ésta continua estando siempre presente. Pero esta presencia es
una presencia falsa, porque se sitúa lejos de nuestra experiencia personal y
ello nos lleva a confundirnos: a no poder –saber- reconocer la verdad de la
mentida.
La
medicina ha contribuido a establecer una seguridad ajena, en la cual la
creencia de que la ciencia puede vencer la enfermedad falsea y distorsiona la
respuesta que nosotros deberíamos dar, en relación al cuidado y a la protección
de nuestra salud.
La
cultura de la palabra ha sido sustituida de manera simplista por la cultura de
la imagen: miles de imágenes que nos bombardean constantemente, sin tiempo a
poder sedimentar ni consolidar una respuesta propia. Porque en y con la imagen
nada se pregunta, nada se interpela, todo se da por hecho. La distancia de la
muerte es directamente proporcional a la distancia que existe entre la muerte y
nosotros. Nos inquieta durante breves segundos la imagen terrible de la muerte
en Gaza, Siria o en un atentado, en cualquier parte del mundo; nos preocupa
cuando la muerte se acerca a nosotros, bien porque ocurre en nuestro país, en
nuestra ciudad o en nuestro barrio; nos horroriza la muerte de los niños
próximos o conocidos; nos sorprende y nos desarma cuando la muerte toca a un
familiar próximo; pero sólo podemos interpelar y dialogar con ella cuando la
contemplamos en nosotros o en nuestros seres queridos más cercanos. Pensar en
la muerte, sólo cuando ésta se hace materialmente presente es no haber pensado
nunca en la manera como vivíamos la vida.
La
cultura de la imagen es una cultura sin palabras y la ausencia de esta palabra,
nos dificulta enormemente distinguir entre lo que es real y lo que es falso o
imaginado. La función vital de la imagen, en la historia del hombre, en su
“imaginación”, es justamente la génesis de un pensamiento, de un
discernimiento. Es darle nombre a lo que de abstracto hay en la imaginación.
Este proceder se ha invertido y hoy el dominio de la imagen ha despreciado la
función del pensamiento. Este pesar en la balanza de la inteligencia lo que
nosotros sabemos, conocemos, opinamos, creemos y sobre todo aprendemos y
experimentamos.
Por
ello el miércoles de ceniza en particular y la cuaresma en general nos invitan
a la reflexión, desde el recogimiento y la meditación. Somos seres conscientes
y ello implica la obligación moral de expander esta consciencia y de darle al
mundo algo más de lo que él nos ha dado a nosotros. Un ser humano es una
energía, un movimiento en constante y vital transformación. Este flujo de
energía debe de proyectarse, inexorablemente, hacía la búsqueda del bien, sin
rehuir nunca el mal. La idea de la muerte, como expresión máxima del dolor que
podemos experimentar ante la perdida, nos debe de llevar a encontrar, por
difícil e ingrato que parezca, un sentido a esta muerte. Dios nos ofrece lo
máximo que nos puede ofrecer: el sacrificio de su hijo. El Hijo de Dios se hace
hombre para morir y es en este: “Padre,
aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” De la
misma manera que Abraham esta dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac: “Toma a tú hijo Isaac, al que tanto amas; ve
a la región de Moria y ofrécelo en holocausto, sobre la montaña que yo te
indicaré”. Hay una voluntad suprema que es hija de la fe que nos mueve; una
fe y una voluntad que se convierten en esta energía de la que hablaba y que se
traduce en lo que llamamos espiritualidad, en un espíritu santo.
Si
pensáramos de verdad en la muerte viviríamos mejor, porque aprovecharíamos cada
una de las oportunidades que nos ofrece la vida. Pensar en la muerte es pues
pensar en la vida. Este acuérdate que era polvo y al polvo volverás, es una
señal que nos otorga fuerza y energía, para desarrollar en la vida nuestras
posibilidades.
Frente
a la inmediatez de la imagen debemos anteponer la reflexión y el conocimiento
de la palabra. El tiempo de cuaresma nos plantea diversos temas en un mismo
período. Los días crecen, la luz se alarga, los vientos soplan suaves y
húmedos, cubriendo el paisaje con un velo fino y transparente, que
distorsiona nuestra mirada; lo que está
lejos se ve borroso y lo que está cerca parece que se deshace. La tierra se
despierta de su lentitud y se renueva. La vida precede a la muerte, en la misma
medida que la muerte nos lleva a nacer; múltiples muertes nos acompañan a lo
largo de la vida para ser y sólo cuando se ha sido uno puede morir, cumpliendo
el anhelo de morir en paz.
La
cuaresma se inicia en el miércoles de ceniza, con una alegoría de la muerte y
acaba con el júbilo del domingo de Ramos, preludio de la pasión y la muerte de
Cristo. Es en esta alternancia donde debemos experimentar el conocimiento del
bien y del mal, de la vida y de la muerte, de nosotros y de los otros. La Pascua es la
resurrección y representa haber asumido
la concepción de una voluntad, la nuestra, que nos trasciende. La muerte
desvela este sentido transcendente de la vida; un sentido que muchas veces
ofuscados por nuestro dolor, nos negamos a contemplar.
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