Se
durmieron las voces que habían estado hablando con los muertos y entonces
empezó a soplar el viento y el mar se alzó de su lecho para hacerse presente
en la fría noche. Fieles a su destino los cipreses se mantuvieron firmes,
plantados en el largo corredor por el que la luz de la luna llegaba al mar. Fue
en aquel momento cuando el viejo Benjamin cruzó como una sombra la verja del
cementerio y se perdió en medio de una
niebla, teñida por el color anaranjado que resplandecía, proyectado por
las luces que iluminan la estación. El tren con una lentitud de hierro empezó a
rodar y poco después la noche se marchó siguiendo la luz roja del último vagón.
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