“Món
Sant Benet”
¿Alguien
puede pensar que la piedra no nació para ser amada? Y sin embargo no sólo se
hizo para nosotros, sino que somos nosotros los que con ella construimos
nuestras verdades. Verdades sólidas, presentes, palpables, permanentes.
Edificadas en lo más alto para ser vistas y recordadas. La piedra de nuestras casas, de nuestro
hogar. La piedra viva de los paisajes, de los campos desbrozados y despedrados,
como lienzos, antes de ser pintados, como papeles esperando las palabras. La
piedra donde se cuece el pan.
Ahora a
este espacio, abandonado, desposeído, expoliado y reproducido, convertido en un
insultante parque temático, lo llamamos “mundo”. Recreamos el mundo en la
mezquindad de lo que ha sido simplemente pisoteado. No hay nada más excesivo
que la desmedida del dinero, cuando este dinero sólo sirve para ganar siempre
más de lo que se ha invertido. La verdad sucumbe al interés de lo mezquino.
Porque nada hay peor que esta falsa seguridad que exhiben los que sólo tienen
dinero y creen que el dinero todo lo
puede y todo lo arregla.
La silueta
del monasterio se recorta entre campos y
prados de inclinación suave y bosques teñidos por el verde oscuro del anochecer. Su perfil
desprende una soledad melancólica, una tristeza inconsolable, un algo
inquietante que destroza cualquier atisbo de belleza. Lo que se construyó para
iluminar resta oscuro, lo que se erigió para la palabra permanece mudo, lo que
fue pensado para enaltecer la vida ha muerto. Ha muerto a los ojos de quién no se
conforma con la reproducción tecnológica, con la recreación de lo que fue, con
el engaño que simula que el espacio se ha recuperado, se ha ganado para nuestro
goce. Tamaño despropósito conlleva un terrible desasosiego. ¿Cómo es posible?
¿Cómo es posible que alguien se jacte de esta sinrazón y pretenda convertirla
en signo de admiración, de elogio y de progreso.
El
monasterio permanece silencioso, ajeno. Las campanas no señalan el paso del tiempo, porque el tiempo
ha desaparecido. Se acabó, y lo que hoy vemos es la burda escenificación de
algo que en su día fue creado para ser
amado. El ayer es un aroma, la
idealización de un recuerdo que nos salva
del olvido. El espacio sagrado ha sido invadido por los bárbaros, llegan
en oleadas, aparcan sus coches, siguen las instrucciones de un guarda de
seguridad, visitan las tiendas, instaladas en los antiguos campos del
monasterio, compran productos “artesanales”, comen en el “self-service” se
hacen selfies y se marchan de la misma manera que han llegado: sin haber
dialogado, sin haber aprendido, sin intercambio; llevándoselo todo, sin dejar
nada.
La
modernidad es un enorme vacío repleto de inconexiones, de transmisiones
neuronales desconectadas las unas de las otras. La pobreza económica no es nada
comparada con la bajeza moral que nos adorna. Muertas las voces, de los que nos
precedieron, el monasterio, del “llamado Món Sant Benet”, es la viva imagen de
la desolación. Zombis expulsados del templo que dicen amar.
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